Ella


Libro I. 

Ella. 

Diane Arbus



Hacía frío, el mismo frío que invadió la ciudad años atrás y que se había instalado como un ciudadano más, conviviendo con aquel dolor que duraba ya una vida entera. Aquellos días fríos hacían que su cabeza se sintiera pesada, que le dolieran los hombros, el cuello y que no fuera capaz de decir más de dos palabras hiladas con sentido. Sentía un peso insoportable en la sien y los párpados le pesaban más de lo habitual, tenía la boca seca, sedienta de saliva y le temblaban las manos con arritmo. Vamos, que estaba jodida y sabía que la única salida era beber, sin dudar beber hasta calentar aquellos dedos suyos sin huellas dactilares, beber, recordar y sonreír, beber y después morir. Qué importaba ya, si la música había desaparecido hacía años y en su lugar aparecieron los constantes golpes. -Bum, bum, plas, plas, movía la patita-.

Como digo, hacía frío y era un día gris, luminosamente gris, de esos en los que hay que cerrar un poco los ojos y mirar con recelo y miedo al cielo ¿sabes?. El caso es que hacía tanto frío que no podía continuar sentada en la calle si quería conservar intactas sus extremidades. Hurgó en sus bolsillos y de ellos extrajo dos monedas, toscas y sucias, antiguas, y un billete roto por las esquinas y amarillento; nueve euros en total. Algo es algo, le dijo, y lo miró suplicando su compañía. Vale, vamos a intentarlo, respondió sin mirarla.

Recorrieron las calles de Madrid en busca de un lugar vacío, pero era difícil. El frío obligaba a las montañas de andrajos bajo las que se ocultaban los ciudadanos a entrar en cualquier lugar en el que las bajas temperaturas no fueran, al menos, mortales. La calefacción era un sueño del pasado, casi olvidado, y las personas se apelotonaban unas contra otras para calentar sus aletargados miembros. Pero ellos no querían calor y mucho menos compañía, querían oscuridad, lo que querían era una cueva que los ocultara del frío y de otros ojos para poder recordar tranquilos lo que fue tomar un café caliente, apoyando las dos manos en la taza, dando pequeños sorbitos dulces, sintiendo su oscuro sabor, su aroma tranquilo; la conversación sería simple y banal, nada profundo ni inquietante, ella nunca quiso pensar profundo aquellos lejanos momentos. Hablarían, probablemente, de viajes, de ciudades lejanas que un día visitaron, de las que podrían visitar juntos en el futuro, de edificios estupendos y fotografías inquietantes, de historias de niños y de miedos infantiles; hablarían de la lengua, de comunicarse, de transmitir las ideas con gestos más que con palabras; tal vez recordarían alguna película (incluso en un alarde de valentía se atreverían a hacer alguna recomendación) o banda o poema o tema que les gustó especialmente, pero sin atisbo de melancolía ni huella de acritud en estos recuerdos. Solo hablarían fingiendo que nada pasaba, que tan solo tomaban un café en el descanso del trabajo o de la escuela y que fuera los edificios se mantenían en pie y que todavía empezaba la primavera y que aún la ciudad olía a humo y a comida húmeda. Hablarían de todo y más, mirándose y sonriendo, sosteniendo una imaginaria taza de café caliente, una taza cómoda y amable, dulce, llena de futuro desdibujado, y perderían la conciencia de sus manos vacías, de sus estómagos cancerados, de su pelo embadurnado de tristeza, del aire seco de la ciudad, de la lejanía de la vida.

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