Tenían mucha hierba, eso era bueno. Y agua corriente, y luz, y gas.
Sueños de Sexo y Soledad, Castro Prieto |
El vaho de la mesa desapareció y ella levantó la cabeza. Puso sus dedos casi amoratados sobre las teclas del portátil, y los movió frenéticamente, cerró los ojos y echó su larga melena hacía atrás, sacudiéndola con fuerza, imaginándose siendo otra, estando en otro lugar, en otro tiempo. No escribió nada aquella tarde. Se levantó, arrebujada en la manta y rebuscó entre la ropa que cubría el suelo el mando a distancia. Movió el cuerpo de él, le instó a que se apartara, protestó, pero él no se movió lo más mínimo. Hacia meses que habían tomado la decisión de hacerlo todo siempre en la misma habitación. Se duchaban al mismo tiempo con la misma agua helada, mientras uno cocinaba la pasta diaria, el otro leía sentado al calor del fuego de la cocina, trabajaban los dos en el salón y dormían la siesta abrazados para evitar el frío asesino. Ella había cosido a mano las cortinas y había tejido las mantas. Él salía de vez en cuando y traía algo para comer. Tenían mucha hierba, eso era bueno. Y agua corriente, y luz, y gas. Se sentían verdaderamente afortunados. Pero Martina no conseguía escribir, ni siquiera una frase que no fuera una absoluta mierda y eso la angustiaba. Más o menos durante los mismos días que decidieron no separarse en la casa ella creyó que su deber era escribir. Su deber. Nada más y nada menos. Y eso la carcomía por dentro. Porque de sus dedos no salía nada, su cabeza era un desierto seco, su mente la defraudaba por completo y la perseguía un sentimiento de derrota que le impedía comer o beber otra cosa que no fuera pasta. Él susurró algo. Está soñando, pensó ella, y sonrió mientras le pasaba la manos por entre el pelo rizado que coronaba aquella preciosa cara. Se entretuvo mirando los bucles rubios que jugueteaban entre las falanges de sus dedos. ¡Aquellos malditos dedos suyos que no producían nada! ¡Aquellas manos suyas que no la ayudaban! ¡Aquella cabeza suya que había dejado de funcionar! Se levantó de golpe, con el pecho agitado por la rabia, mirando extrañada la palma de sus manos, los brazos estirados al frente, los ojos muy abiertos, la respiración profunda. Miró a su alrededor, nerviosa. Buscaba unas tijeras. Fue a la cocina, una montaña de trapos andando por una casa fría y oscura, a pesar de que fuera brillaba el sol. Una montaña de trapos de larga cabellera y dedos finos que no sabían escribir. Una montaña que dibujaba flores y corazones en el vaho de los cristales. Una montaña seca, pobre, ansiosa, escondida. Allí estaban las tijeras. Las cogió segura y decidida corrió al salón y cortó un mechón de pelo de aquella cabeza. Él no se movió. El gato se acercó curioso. El frío le cortó la cara y ella se dejó caer en la alfombra. Olió el trozo de pelo y se lo metió en la boca.
En el televisor retumbó toda la tarde el clamor de las sirenas.
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